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Joshua Allen Harris

Esta obra efímera es de Joshua Allen Harris.

Son «esculturas» hechas con bolsas de plástico y colocadas sobre los respiraderos de metro, de tal modo que cada vez que pasa el tren literalmente les insufla vida. Es un modo de arte barato, simpático y gratuito. Todos los monstruos y animales de Harris parecen basura abandonada hasta que se hinchan y se agitan trémulos como buscando escapan de la reja a la que están pegados. La alegría dura apenas unos momentos, en cuanto la corriente de aire cesa, la criatura se desmaya y cae inerte provocando una sensación agridulce de desamparo. Como criaturas malditas, condenadas a vivir intermitentemente:

Aquí Harris habla de su trabajo:

El salero frustrado

Todo comenzó con un anuncio de preparado alimenticio bajo en sal. Tan bajo en sal, que el salero se vuelve prescindible. Y claro, el salero se pone triste:

Este anuncio, realizado por Axyz, causó tal sensación que las desventuras del salerito frustrado han continuado en un canal de Youtube. Y el pobre da pena, la verdad.

Iconicidad y empatía

El nivel icónico de un personaje puede ser inversamente proporcional a la empatía que nos produce, y esto puede ser un problema a la hora de crear personajes.

Es decir, de dos imágenes que representen a la misma «persona», la menos icónica, la que menos se parezca al aspecto real del sujeto, puede llegar a ser más estimulante. Del mismo modo que una caricatura sólo nos llama la atención si sabemos a quien representa, un personaje cualquiera nos puede conmover más si menos se parece a alguien concreto. ¿Cómo es esto posible?

Dos autorretratos con diferente grado icónico: Juan Francisco Casas y Juanjo Sáez.

Veamos estos dos autorretratos. El de Juan Francisco Casas es muy icónico, es decir, se parece mucho a aquello que representa (en este caso, él mismo). En cambio, el de Juanjo Sáez es tan poco icónico que podría representar a cualquiera. Esto implica que a Juan Francisco nos resulta fácil verlo como alguien ajeno; en cambio, el retrato de Juanjo es tan esquemático (¡ni siquiera tiene rostro!) que podemos «llenarlo» con nuestros propios sentimientos. Así, además de los mecanismos psicológicos que ya conocíamos, aquí también encontramos la proyección de nuestra experiencia, ya sea real o imaginada.

Para imaginar necesitamos «huecos» que rellenar. El hiperrealismo nos lo da todo hecho: puede emocionarnos la verosimilitud, el virtuosismo, pero serán emociones conscientes y cerebrales, en las que nuestra cultura tenga un peso importante.

Ejemplo: ¿Por qué me emociona el David de Miguel Ángel? ¿Por la representación de su anatomía, por su tamaño, porque está hecho en mármol, porque conozco la historia del bloque de marmol y sé lo que cuesta tallar el mármol y me maravilla el genio del escultor? ¿O porque representa un momento en la leyenda de David y Goliat, el momento de la meditación antes de lanzar la piedra, de la fuerza contenida, del suspense y la tensión? Las primeras razones son racionales, las segundas son más viscerales y emocionales.

Para que un personaje nos llegue lo importante son las razones viscerales y emocionales, el storytelling. Su nivel de iconicidad o realismo debe ser cuidadosamente estudiado para lograr el nivel de identificación que queremos del espectador.

El cartoon tiene esta fabulosa cualidad. Y es una pena que normalmente se relegue su uso al público infantil. A medida que la edad del público aumenta, se le indica que debe desprenderse de los personajes cartunescos y enfrentarse a personajes más «reales», como indicando que la función empática del cartoon ya ha cumplido su cometido, como si al llegar a una edad no hubiese necesidad de seguir aprendiendo. El uso del cartoon en el público adulto tiene dos principales roles: el de la sátira y el de la señalética. Y se deja de lado el puramente emocional e imaginativo.

Y creo que el resultado es el mismo que dejar de leer cuentos o fábulas.

Peanuts, de Charles M. Schulz.